Ibrahim tenía sólo diez años pero hacía unos cuantos que su padre le había confiado la responsabilidad de apacentar el pequeño rebaño de cabras con que contaba la familia. Vivían en la pequeña alquería de Muràbit, situada sobre unos acantilados que caían sobre el río. Los navegantes la encontraban a la salida del paso entre montañas que había aguas arriba de chárter: Barrufemes.
Aquella mañana decidió bajar a pastar las cabras precisamente sobre las montañas que cerraban aquel desfiladero. Estaba inquieto. Al amanecer, después de que el muecín hubiera llamado a la primera oración, había subido, como cada día, a vender la leche a al-Murabitun, los guerreros del castillo. Esta vez, sin embargo, sintió una conversación que el trastornó. Según entendió, en Al Quabtíl, el lugar donde el río de Turtuxa llega al mar, hacía unas semanas habían acampado un buen número de madjus. Era cuestión de tiempo que sus naves con fines de dragón y velas cuadradas aparecieran remontando el río.
Siglos después, Barrufemes, este rincón escondido del Ebro, sigue siendo el lugar donde más fácil resulta evocar todas las historias que guarda el río, incluida la de los guerreros del Norte que el remontaron y que son los protagonistas de la novela la de Jordi Tiñena La sonrisa del vikingo.