Era mediados de noviembre del 1308 y ya hacía casi un año que los templarios de Miravet resistían el asedio de las tropas reales. En diciembre de 1307 Jaime II había mandado arrestar a todos los de su reino acusados de herejía. El monarca catalán había decidido sacar provecho de la derrota de la orden del Temple maquinada por el rey francés Felipe IV, con colaboración del papa Clemente V. Pero a diferencia de Francia, aquí los frailes caballeros tuvieron tiempo de organizarse para resistir.
La fortaleza de Miravet se mostraba inexpugnable. Sólo el hambre y las enfermedades podían vencer las sólidas murallas del más formidable castillo templario de Occidente. La resistencia, sin embargo, no podía ser infinita y, tras conseguir unas condiciones más honorables, el 12 de diciembre se entregó el castillo. Como explica el historiador J. M. Sans, sería impresionante ver salir los defensores de Miravet. «Qué dolor, qué frustración más profunda, qué impotencia debía presentar el rostro del lugarteniente de los templarios catalanes, fray Ramón Saguardia».
Cuatro años después, en la capilla del Corpus Christi del claustro de la catedral de Tarragona se decretaba solemnemente la inocencia de los templarios. Miravet era ya un símbolo de la defensa de la verdad y la razón frente al abuso y la vileza del poder, a pesar de que se vistiera de legalidad.